Hace unos días leí acerca de un experimento -tan interesante como sencillo- que se desarrolló en el “Hanover Institute” de Estados Unidos. A unas personas les colocaron unos anteojos con lentes inversos, con los cuales miraban las cosas “patas para arriba”. La primera reacción fue de total confusión: “¿dónde estamos? ¿qué pasa? ¿qué me sucede?”. A la desorientación le siguió una aguda crisis. Pero a medida que se fueron acostumbrando a la nueva manera de ver la realidad, el campo visual se fue transformando; después de un tiempo de ver confusamente, los ojos volvieron a ver como antes de usar esos lentes.
Lo interesante fue también que, al sacárselos, la visión se invirtió nuevamente y ahora las cosas y las personas comenzaron a verse al revés. ¿Qué había sucedido? Lo normal se transformó en anormal y lo anormal en normal. Para los especialistas en neurofisiología estos experimentos son sumamente interesantes y se preguntan cómo es posible que el cerebro, que sólo recibe información en forma de impulsos eléctricos de variada intensidad, pueda construir la experiencia que tenemos diariamente, la de ver la realidad de una manera determinada.
¿Recuerdan cuando se nos presentaba una figura que, de acuerdo con la percepción personal, uno podía ver en ella a una joven o a una anciana? Lo mismo sucedía con los conocidos “cubos de Necker”. Ante la pregunta: ¿qué vemos cuando estamos frente a él?, las respuestas podían ser muy diferentes. De esa forma se nos quería explicar que todo depende de la perspectiva o, si se quiere, del “recipiente” personal, como lo afirma el conocido axioma de Santo Tomás (“Todo lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente”).
Estos experimentos nos pueden servir para darnos cuenta de que nuestra visión, nuestra postura frente al mundo, se puede ir conformando no sólo por las ideas y los valores adquiridos con antelación, sino también por las influencias que ejercen los sentidos -la vista, el oído, el gusto, el tacto y el olfato- en nuestra concepción de las cosas. De acuerdo con esto, lo desconocido se transforma en conocido y lo conocido en algo ajeno.
¿No podríamos aplicar esta reflexión a la forma cómo hoy se nos ofrece mirar el mundo? Nos hemos acostumbrado a ver las cosas, las personas, Dios y a uno mismo, de una manera concreta: de pie. Pareciera, sin embargo, que vivimos en un tiempo donde las cosas y los valores están “patas para arriba”. Lo curioso es que nos vamos acostumbrando a estos antejos invertidos que nos impone la sociedad: los medios de comunicación, el columnista de turno, el político, el diario tal o cual... Hoy los principios centrales de la fe y los valores de la moral -cristiana y humana- están en crisis, “patas para arriba”.
¿Qué hacer para ver la realidad como realmente es? ¿Qué anteojos deberíamos ponernos? Porque, nos guste no, “todo depende del cristal con que se mire”. También la fe es un cristal: con ella vemos más profundamente, más lejos y mucho mejor, decía el Padre Kentenich.
Por alguna razón, las formas tradicionales de ver las cosas entraron en crisis. No alcanza con echarle la culpa a los paradigmas ateos u opuestos a la concepción cristiana. Algo ha fallado y la manera de enfocar el mundo no ha respondido a la realidad. Por otro lado, no parece lícito que todos debamos ver las cosas al revés: no da lo mismo abortar, que proteger el embarazo; el matrimonio homosexual no es igual que el contraído por un hombre y una mujer; la identidad sexual no es cuestión de elección personal; no es igualmente legítimo ser honesto que robar o ser malevo. No es lícito poner al mismo nivel la Biblia y el calefón, salvo que pensemos que todo es cambalache.
Yo no tengo una solución para este dilema, pero me ha surgido una intuición sobre los nuevos lentes que deberíamos ponernos hoy para mirar la realidad. No se trata de verla de abajo arriba o de arriba abajo, sino transversalmente. Dicho de otra manera, se trata de ver la realidad en forma de red o, en términos schoenstattianos, a partir de los vínculos. La mayoría de las personas se ven -y ven a los demás- en su individualidad. Aquí está la crisis. Ha llegado el momento de verla en interacción. Nuestra visión nunca puede ser completa si sólo se la capta aisladamente.
Mirar con los lentes de los vínculos significa descubrir el valor de la fraternidad y de la solidaridad. La auténtica verdad es la que adquirimos -como los discípulos de Emaús- en el diálogo fraterno. Es tomar en serio el modelo de las redes. Podríamos afirmar, recordando a Descartes pero cambiando el contenido: “vivo en red -vínculos-, luego existo”.
Ponerse estos nuevos anteojos es un interesante desafío. Ver en red a los lados, hacia abajo y hacia arriba: en relación trascendente e inmanente. Y preguntarse: ¿qué rol juegan los vínculos en la búsqueda de la verdad, de lo mejor, de lo verdadero? ¿Te sientes y sabes parte de una familia -la propia, la Iglesia, Schoenstatt- de la cual provienes y a la cual deberías aportar? ¿No deberías pensar la realidad a partir de los lazos que anudan la vida y le dan consistencia?
Esto fue lo que experimentó el Padre Kentenich en Dachau. Ha sido su confesión central: “Estoy tan íntimamente ligado a los míos, que yo y ellos nos sentimos siempre un solo ser: de su santidad vivo y me sustento y, aún gustoso estoy dispuesto a morir por ellos”. Con una actitud así se puede construir la comunidad nueva, la “familia, corazón de la patria nueva”. Hacia allí vamos, ¿no les parece?
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