“Hágase tu voluntad y no la mía”
9 Abril 2009 P. Carlos Padilla
Comienzo este camino acompañándote, Jesús. Sabemos el misterio que envuelve esta noche. Somos conscientes del silencio, o mejor dicho, de los ruidos. Los ruidos de carreras, de gritos, de negaciones. Carreras de un lado a otro hasta que cante el gallo anunciando la mañana. La mañana más triste y dolorosa de la existencia humana. La mañana del viernes del dolor y de la muerte. Getsemaní es la antesala de la muerte. Todavía es de noche.
Acabada la cena te vas al huerto con los tuyos. Vas a rezar. Se puede rezar mejor en la noche. Cuando el silencio es denso. Cuando la tentación se muestra con toda su fuerza. Al fin y al cabo, eres hombre. Lo escuchas en tu interior. ¡No podrás cargar con todo! Es presunción humana pretender hacerlo todo solo. No puedes cargar el pecado del mundo.
No tienes la fuerza ni la vida para ello. “¡Desiste!” Escuchas en el corazón y tu alma llora, llora y suda sangre, se derrama sobre el mundo, se confronta con el dolor más profundo. “Si es posible, aparta de mí este cáliz”. El cáliz que has de beber. Hasta lo último. Aunque lleve a la muerte. “Pero si es tu voluntad,…”. Y lloras, con ese llanto que es vida y esperanza. “Hágase tu voluntad y no la mía”. Ése es el misterio de tu grito, de tu sí. Es el misterio que apenas aprendemos a esbozar en nuestra vida. Es tan tentador evitar el cáliz. Es tan fácil escapar a la pregunta. Es tan fácil reconocer que no podemos y dejar de luchar.
Y mientras, tus amigos duermen. ¡Cómo mantenerse en pie, cómo hacer posible que los ojos no se cierren! ¡Querríamos tantas cosas en nuestra vida! y luego, vemos que el corazón flaquea. Se duermen tus discípulos, y tú te sorprendes cuando vuelves a buscar sus miradas. “Algo le pasa”, comentan entre sí al verte. “Está raro”. ¡Cómo entender la altura y profundidad de tu sufrimiento! ¡Cómo acercarse aunque sea de lejos al misterio de este huerto, de esta hora! Y nosotros queremos rezar contigo. Seguro que decimos como ellos, como tus amigos, “no te preocupes, Maestro, velaremos contigo”. Entre dar la vida por Cristo y velar unas cuantas horas, no hay duda, es más fácil velar. El que puede lo más puede lo menos. Claro que se veían capaces. Y, sin embargo, el sueño, el terrible sueño de esa noche. Vuelves a ellos y le preguntas a Pedro: “Simón, ¿Estás durmiendo?”. Sorpresa, pena, tristeza. Tal vez Pedro debería haber empezado ya su llanto. Comienza su caída, comienza a negar su promesa grandilocuente: “Daré la vida por ti”. Llora como niño sus promesas de hombre.
Judas. Es noche de una densidad especial, de una tristeza terriblemente grande. Un miedo profundo que esclaviza, que paraliza el alma. Duda y vacío. ¿Qué hacer ante tanta angustia? Silencio. Sólo silencio. Y luego, el beso de un amigo. Porque Judas era amigo tuyo. Tan amigo que quería lo mejor para ti. Siempre hay distintas formas de ver la vida. Él sólo veía tu Reino algo distinto. Lo veía con poder, con influencia, con presencia, sin persecuciones, con éxitos. Se parecía bastante al del domingo de Ramos, pero algo más permanente en el tiempo. Era bueno Judas. A veces nos lo imaginamos terrible. No obstante, el corazón humano es como el de Judas. Es bueno, sólo que ve la verdad de forma diferente a la tuya. Por eso huye, por eso quiere cambiarla. Cree que si te entrega manifestarás tu poder. Es la última oportunidad. No quería el dinero, aunque su debilidad es el poder. El dinero es una excusa, en realidad, quiere tu reino, quiere que se manifieste tu poder y se desespera. Si no es por las buenas, él será el camino para que se haga fuerte tu presencia. Pobre. Se condena. Se hunde en el abismo y no es capaz de salir de él. No alza la mirada, no te busca entre lágrimas. Llora solo. Te besa y luego llora solo. “He pecado entregando a la muerte a un hombre inocente” y se ahorca. No pide perdón, no se perdona. No es capaz de comenzar de nuevo. No espera el canto del gallo para salvar la vida. Huye y muere. Se condena y cree que todos lo condenan. Oye muchas voces que lo persiguen. Ha entregado a un inocente y se entrega a sí mismo a la muerte porque su vida y sus sueños ya no tienen sentido, van a morir contigo. ¿Acaso no nos parecemos a Judas? Nuestro corazón sueña cosas que no son las de Dios. Tiene pretensiones que Dios desconoce. Tú sabes, Señor, que no sabemos permanecer en vela. La voluntad está pronta para la entrega y el cuerpo es débil, el espíritu quiere elevarse y el peso del cuerpo nos tira por tierra. Lloramos, sí, a veces como Judas, nos condenamos y corremos de un lado a otro buscando salida. Parece que todos nos condenan.
El juicio. Todavía es de noche. Es noche de juicios y condenas. Noche de negaciones y huidas. Noche de aceptación y entrega. Silencio, sí, silencio entre ruidos. Silencio cuando la boca calla y el corazón grita. ¿Qué grita tu corazón en esta noche, Jesús? Estalla, lágrimas y sangre y luego, silencio. Preguntas y silencio, tu silencio más persistente. El silencio que significa condena, porque supone aceptación de los cargos. ¿Nadie te defiende? ¿No te defiendes? Primero el Sanedrín. Después Pilatos, quien te mandó a Herodes, que quería ver algún signo. Y te condenan. Todo porque dices que eres hijo de Dios, porque afirmas que eres rey, aunque tu reino no sea de este mundo. Aunque seas mejor que yosuah Barrabás, que significa hijo del Padre, aunque no les baste a los fariseos que seas castigado y luego soltado, como proponía Pilatos. Los juicios, los juicios del hombre que se erige rey del mundo, rey sobre la muerte y la vida. ¡Qué fácil resulta el juicio! Basta rasgarse las vestiduras, elevar la mirada al cielo y condenar. Con toda la fuerza humana, con todo el espíritu que tengamos.
Y todo por ser peor que Barrabás. Cuando Barrabás no era tan malo como lo imaginamos.
Bastaba un apoyo último de las masas. ¿No te aclamaban tanto las masas el domingo de Ramos? ¿No se ponían a tus pies para servir al rey de reyes? Paradojas del corazón del hombre. Debilidad humana. Ahora era cuando había que repetir la afirmación de Pedro: “Daré la vida por ti”. ¿Dónde está Pedro en esta noche? Se esconde, te mira desde lejos, está nervioso y con miedo. ¿Condenamos a Pedro? No, no podemos, porque nos vemos reflejados en su rostro que huye, en sus pasos presurosos, en sus miradas esquivas. No podemos condenarlo, porque nos condenaríamos a nosotros mismos. Miramos a Pedro esconderse. Miramos a Pedro negar. Miramos a Pedro taN pequeño…
Pedro. Mirar a Pedro es mirar la tragedia del hombre enamorado. Pedro estaba enamorado de ti. Era tu hijo, tu piedra. Sobre él querías construir la Iglesia. No sobre su fortaleza y su espíritu indómito, no sobre su perseverancia para echar las redes toda una noche, no sobre su impulsividad para decir verdades más grandes que el corazón. “¿No eres tú uno de los discípulos de este hombre?” Claro que lo era. Había pasado tantos días contigo a lo largo de esos tres años. Uno de los discípulos, de los primeros que quisieron vivir contigo, de aquellos a los que tú tanto amaste, casi al que más. Ese discípulo que fue llamado piedra, porque en él tú te apoyabas. Claro que era discípulo y tú, su maestro. Claro que hubiera gritado que sí, que lo era, pero… ¿Qué le pasaba al corazón de Pedro? El miedo atenaza los deseos. El miedo esclaviza e impide dar la vida. “¿No te vi con él en el huerto?” En el huerto, lo habían visto, estaba perdido. De nuevo niega. Claro que estaba en el huerto. Claro que sacó la espada, pero entonces tenía fuerza, en ese momento se sentía capaz, ahora todo era distinto. Una sirvienta lo acusa: “Éste andaba con Jesús, el de Nazaret” Y otros comentan: “Seguro que tú también eres uno de ellos. Hasta en la forma de hablar se te nota” “Éste es uno de ellos, es de Galilea”. El acento, su acento de Galilea, su acento igual que el tuyo. Claro que tenía tu acento, tú lo habías criado, le habías dado la vida, había aprendido a hablar contigo, tenía el acento materno, paterno. A los discípulos se los conoce porque tienen los rasgos de sus maestros. Él hablaba como tú, tenía tu acento. Qué bonito tener tu acento, el acento del Nazareno. Ese acento que nos identifica como hijos, como pertenecientes a un maestro. Ser de Cristo. Es el rasgo del discípulo. El acento no se cambia fácilmente. El que ha amado, lleva inscrito en su corazón tu nombre, queda marcado por Dios para la eternidad. No se logra ocultar el acento. Tu acento lo delata. “No conozco a ese hombre”, grita. No te conoce. Y no miente. Tantos días contigo y no te conoce. No conoce tu alma, tus sueños. No sabe lo que realmente quieres. ¿Qué les has enseñado, Maestro? Es extraño, no ha entendido nada. ¿Qué me has enseñado a mí? Yo tampoco te conozco. Tampoco entiendo. Grito que sí, y lloro, como Pedro, no te conozco. Es difícil conocer tus deseos, tu alma, tu vida. Mirar con tus ojos, soñar tus sueños. Te veo recogiendo las redes, curando ciegos, sanando leprosos, resucitando a Lázaro. Te veo predicando a tus hijos, contando parábolas, bebiendo del pozo. Te veo comiendo con pecadores, perdonando a una adúltera, abrazando a los niños. Te veo y me veo en Pedro. Negando el acento, la pertenencia. Cuando tus planes parecen disparatados, cuando no comparto tus teorías, cuando yo haría todo diferente y no me creo que tu muerte haga las cosas nuevas. Entonces, como Pedro, siento las garras de un gallo en mi sien, que me recuerda que te he traicionado. Pero son esas garras y ese llanto lo que nos salva. “Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? ¡Estoy dispuesto a dar mi vida por ti!”. Te preguntó Pedro. Convencido de que podía hacerlo todo solo. “A donde yo voy no puedes seguirme ahora, pero me seguirás después”, le dijiste con paciencia de padre“, “¿De veras estás dispuesto a dar tu vida por mí? Pues te aseguro que antes que cante el gallo me negarás tres veces”. Era necesario que cantara el gallo. El corazón se aferra a sus deseos, se cree fuerte y sólo en nuestra debilidad tú vences. Sólo cuando te mostramos nuestra herida entre lágrimas tú te haces fuerte. Nuestra herida nos salva, nuestra debilidad es nuestra fortaleza. Es la rendija por la que Dios se adentra en el alma y la sana. Pero tiene que permanecer abierta para que se haga posible el milagro de la gracia. Y luego le preguntaste a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?” Hasta tres veces.
Sólo así podría seguirte. Sólo entonces el corazón era capaz de darlo todo. “Sí, Señor, tú sabes que te quiero.” Te quiero, porque es la medida de nuestro amor que tiene medida, no como el tuyo. Sólo si me lo preguntas distinto puedo responder lo que deseas oír: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?” Por tercera vez. Cuando el recuerdo de las lágrimas es tan vivo en la memoria. Cuando sabemos que no podemos amar como tú sabes, que nuestro querer es débil y frágil, pero, tú “Señor, tú lo sabes todo: tú sabes que te quiero”. Sabes que deseo seguirte adonde vayas, dar la vida por ti, cuando lo pidas, entregarlo todo cuando no haya ya tiempo para guardar nada. Y entonces, le dices con el corazón tranquilo: “Apacienta mis ovejas.” Sólo desde la impotencia es posible apacentar a otros, y así, siendo hijo, ser padre de tantos. Sólo desde las caídas es posible levantarse y correr hacia el abrazo del Padre
.
Pilatos se lava las manos. No se hace responsable de una muerte inocente. Lo mismo nosotros cuando no nos sentimos responsables de nuestros actos. Cuando no queremos asumir nuestras culpas. Pilatos no quería que esa sangre cayera sobre él, sobre su conciencia, sobre su honra y honor. Él no había encontrado pecado en ti. Eras inocente. No veía delito en tus silencios. No buscaba signos. Sabía descifrar los rostros. Él no quería condenarte. Se lo pusieron difícil. ¿Cómo renunciar a su poder? ¿Cómo exponerse a un motín y perderlo todo? Él no quería seguirte, Señor. Tal vez no veía en ti a Dios. Al fin y al cabo, se preguntaba, te preguntaba con cierta nostalgia: ¿Qué es la verdad? Silencio, de nuevo tu silencio. Pilatos era un buen hombre. Su mujer le pedía que no le hiciera nada a aquel hombre. “¿Así que tú eres rey?” Te preguntó casi con desgana. Le dijiste: “Tú lo has dicho”. Rey, y, sin embargo, inocente. Todo porque alborotaba al pueblo, porque creaba tensiones con sus enseñanzas. Curioso. Un alborotador. Tal vez como Barrabás, pero más pacífico. Te encontraba inocente pese a todo. No te pidió un milagro. Eras un problema para él y no estaba preparado ni deseaba enfrentar problemas. Era mejor lavarse las manos y dejar que la vida siguiera su curso. Al fin y al cabo no hay nada especial en que muera un hombre. Somos como Pilatos tantas veces. Los problemas nos sacan de nuestro ritmo, de nuestra vida, de las normas ya firmes que rigen nuestro caminar, de nuestra estabilidad y tranquilidad de vida. Nos rebelamos ante los problemas. Y cuando ya no sabemos qué hacer con la situación, hacemos como Pilatos, nos lavamos las manos y seguimos el camino, nuestra rutina, el ritmo cadencioso de la vida que llevamos.
Herodes sólo quería que hicieras un milagro. No pedía mucho, podías haberlo hecho, hiciste muchos. Quería un signo, como tantos otros que aparecieron en tu camino. Querían un milagro, no por fe, sino por curiosidad. Le negaste el milagro y te dejó marchar. No iba a juzgarte. No quería hacerlo. Sólo deseaba un milagro. Si le hubieras concedido el milagro… Gracias a Dios permaneciste en silencio. A veces me da la sensación de querer cambiar el camino de tu propio camino. Veo tus pasos en esta noche, de juicio en juicio, Anás, Caifás, Pilatos, Herodes, y quisiera encontrar el lugar por el cual lograr la escapatoria. Me siento como Pedro o cualquiera de los otros apóstoles, corriendo de casa en casa, conjeturando, rezando, pidiendo un milagro, buscando personajes influyentes que puedan detener la rueda que gira hacia la muerte. Sí, es lo que deseaban todos, lo que deseamos todos, por amor. Porque el amor no quiere el mal, ni la muerte, ni el dolor, ni el final de tu presencia. El amor quiere la vida, la eternidad, la luz y se rebela ante la mentira, la oscuridad y el final. Me siento como esos apóstoles que querían que todo siguiera otro curso. No podía ser ése el final, me repito en el alma, uniéndome a ellos. No puede ser. Tu final era otro, debía ser otro, me uno a Pedro, Juan o Santiago para fundamentarlo y decir, el Tabor era otra cosa. Allí vimos la gloria de Dios y su poder. Si todos lo hubieran visto te creerían. Me acuerdo, nos acordamos del Tabor, de Lázaro, de los ciegos que ahora ven, de las bienaventuranzas. ¡Cómo no ver a Dios detrás de tantas cosas maravillosas, detrás de tanta luz, de tantos milagros! Si les hubieras dejado a todos ver tu gloria en la tierra. Pero no, no quisiste que ése fuera el camino. Y el corazón se rebela. Si te vas, todo esto se acaba. Sólo nos quedará la oscuridad, la mentira, la injusticia y la muerte. Habrá que regresar a Emaús y el alma duele. Han pasado sólo tres años. Demasiado poco tiempo. Habías hecho tanto bien en tan poco tiempo. Si siguieras vivo muchas cosas irían cambiando poco a poco. Había que tener paciencia. Por eso lo lógico era pensar que había que buscar una salida, un juez benévolo, un juicio justo. Sí, con la justicia de Dios y no de los hombres, un juicio sobre la verdad que ponga a cada uno en su sitio. Esperanza. ¿Cómo hablar de esperanza en esta noche? El alma se encoge buscando respuestas. Amar, lo sabemos bien, significa viajar, correr con el corazón hacia el objeto amado. Por eso te sigue nuestro corazón en esta noche. Dice la Imitación de Cristo: “el que ama, corre, vuela, goza”. Y así mi alma se abraza a ti. Pero no entiende. ¿Por qué así? Bastaba que te hubieras defendido, que hubieras hecho un signo definitivo, una señal válida para siempre. Pero dejarte prender así, sin huir. Porque podías haber huido. Nadie te hubiera recriminado nada, eras nuestro pastor y padre, te queríamos con nosotros. Bastaba con huir, y, una vez prendido, bastaba con hablar, con defender tu causa, con manifestar tus derechos, bastaba con hacer algo. Podía haber muerto Barrabás. Nadie lo iba a echar de menos. Barrabás sólo contentaba a los violentos como Judas. Era la esperanza de la violencia, de la lucha, del triunfo político. Era otro mesías, no eras tú. Sin embargo, nos sigue doliendo ese silencio, esa mansedumbre. ¿Es posible hacer frente así a la muerte, a la cruz? Un cordero llevado al matadero duele en el alma. No es la humildad lo que grita el corazón. Justamente el corazón desea otra cosa, desea la vida, el éxito, el triunfo, la justicia. De nuevo esa justicia verdadera que ponga a cada uno en su lugar. Y cuando nada de eso sale como quisiéramos, cuando transcurre esta noche y nada cambia, o mejor, todo se va aclarando y caminamos hacia la muerte, entonces surge la duda. Porque el justo no es rescatado, el justo no encuentra la vida sino la condena injusta.
¿Hay esperanza? Entonces resurge en nuestro interior la confianza. María. Esa confianza que debía tener María esta noche. Ella no sabía lo que iba a ocurrir, sólo lo presentía. Como Madre tuya ya lo veía venir. Había esperado 30 años en Nazaret sin entender tus silencios, sin embargo, entendía los silencios de ahora. Sabía que ahora no había que hablar, sólo sufrir y caminar en silencio y sólo hasta lo alto. Porque una vez que estuvieras en lo alto, atraerías a todos hacia ti. María, tu Madre, caminó contigo en esta noche. Cuando te recogió del suelo, con la cruz pesada sobre ti, le dijiste esa frase que nos sigue revolviendo el alma: “Hago todas las cosas nuevas”. ¿Nuevas? ¿Morir es nuevo? Es la vieja historia del pecado, del demonio que triunfa corrompiendo la libertad del hombre. Hacer todo nuevo, ¿Qué cosas? No entiendo, me resisto a entender. Y tú, Madre, lo sabías, lo entendías, con esa comprensión de una madre, con esa comprensión de la pobre de Dios que escucha y acepta como sierva del Señor sus más leves deseos. Todo nuevo. Sí, y habrá que esperar los silencios y dos noches para entender un poco más, para que el horizonte comience a abrirse. "Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente". Tus silencios hablan de voluntariedad. Podías haber huido, haberte defendido. Nadie te quita la vida, tú la das.
Y el alma se me hiela. La das cuando lo único que quieres es que vivamos. La entregas por amor. ¿Cómo se puede amar así a quien no te ama? Al que nos ama es fácil, pero al que quiere matarnos parece hasta absurdo. Dar la vida cuando me la piden, sin resistencia, es algo tonto. La vida es tan valiosa, es tanto lo que podíamos hacer con otros tres años, con muchos años más de amor, de vida, de esperanza. Pero morir así, solo, sin respuestas, sin luz, abandonado, condenado, como un malhechor. ¿Quién te va a seguir ahora? Es como si hubieras echado todo a perder. Todo por no hablar ni defenderte, por no hacer un signo, por no dejar que Barrabás muriera en tu lugar. Libremente das la vida y eso me duele. Me duele más por mí que por ti. Porque yo no puedo. El corazón se resiste. Quiero vivir. No quiero morir de esa forma, sin dejar huella. Nadie te seguía, sólo de lejos, tus amigos se esconden. ¿No tienes miedo? ¿No tienes miedo al olvido del corazón humano?
Gracias, Señor, por esta noche, por estos silencios, por hacer todo nuevo. Gracias por la vida y por tu muerte. Gracias por hacerme hijo en la oscuridad de mi incomprensión, cuando no sé amarte ni entregar mi vida voluntariamente. Gracias, porque la paz con la que caminas con la cruz que te tira al suelo, me levanta cada día. Esa paz es la que desea mi alma tantas veces inquieta. Es la paz que se eleva sobre el dolor y la muerte. Es la paz de los santos que ya han entregado su vida antes de que se la quiten. Es la paz de los que viven anclados en el cielo y libre de los apegos del mundo. Es la paz que es incomprendida y despreciada porque parece una mentira. Es la paz que subleva el corazón del hombre que buscas seguridades en el mundo que pasa. Déjame hoy seguir tus huellas, deja que suba contigo, déjame gritarte en esta noche de silencios, que quiero morir contigo, porque quiero vivir a tu lado para siempre. Deja que no me duerma hoy, que permanezca en vela junto a tu cuerpo muerto. Deja que no flaquee mi alma, porque se siente incapaz de soportar el dolor. Gracias, al fin, por esta noche, Señor, por sus silencios, por tu entrega paciente y llena de amor. Llena de ese amor tan grande que no sé medir. Llena de ese amor que conmueve mi vida y me hace decirte con humildad: “Te seguiré, Señor, adonde vayas”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario